Hay
muchas formas de contar buenas historias, manejando el tempo y
eligiendo el instante apropiado para desvelar el punto álgido, el
clímax, ese momento por el cual todos los acontecimientos de la
historia desembocan en un fin último o los retazos de información
finalmente forman un todo, ese momento en el cual se nos muestran
todas las cartas. Los videojuegos que se manejan por el ámbito de la
acción, rol y aventura suelen echar mano de uno de estos esquemas,
un sistema de progresión por el cual el protagonista -y por ende el
jugador- a la par que avanza la trama, va adquirendo fuerzas o nuevas
habilidades que utilizar en un enfrentamiento final contra el
causante máximo de los problemas que hemos ido solucionando a lo
largo del camino. Es este fin último el que fundamenta no solo la
progresión de la trama, sino también el máximo interés del
jugador, disfrutar de la más colosal lucha que las hábiles mentes
del estudio desarrollador del juego hayan conseguido articular, muy
por encima de las ya espectaculares o entretenidas que mantiene
durante todo el núcleo del mismo. Así funcionan, por poner un
ejemplo, todos los juegos de la saga Zelda, todos los Mario
tradicionales y todos los Final Fantasy “canónicos”, series que
más allá de la calidad de una u otra entrega han demostrado que
funcionan como obra.